La calle me trajo tu olor, Pequeño Gigante.
Brisa traviesa que me traspasó la inconsciencia,
y me hizo sonreír con labios temblorosos.
Me di vuelta para ver si estabas,
como un instinto irracional...
pero la calle era desierta,
salvo por mi traviesa y vivaz memoria.
Las luces mortecinas de Santiago anocheciendo
me recordaron tantas horas gratas,
como si un segundo vertiginoso traspasara
el alma y el misterio de la distancia:
siglos borrachos de (sin)sentido,
de voluptuoso afán (con)sentido.
Cuánta gratitud silenciosa te dejo en lejanía,
porque sólo pasó tu aroma sobre mi inconsciente
y dejé que me traspasara un instante,
para sentirme estatua sonriente.
Dejé un beso volando en la brisa
y seguí mis pasos con un halo de suspiro satisfecho.
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