... La que escribe.

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Santiago, Chile
Soy una mujer que también es amiga, hija, nieta, hermana, prima, sobrina y mil cosas más. Disfruto regalando sonrisas en la calle y quiero pensar que el mundo es mejor con ese simple gesto; por eso, me ando buscando. Si usted me ve por ahí, avíseme!

lunes, agosto 17, 2009

LA PIEDRA Y LA PRINCESA

Hubo una vez, en un reino muy cercano, una niñita mimada, una princesa corta de vista.

Esta chiquilla caminaba un día de sol cerca de un río cuando tropezó con una piedra y, al voltearse a ver qué la había hecho caer, la tomó entre sus manos y ocurrió un milagro: se enamoró de ella.

Habrá sido su textura lisa y firmeza lo que la deslumbró, o tal vez su tamaño, su solidez. Pero en la piedra, no vio minerales condensados sino a un extraño y único príncipe dormido.

No le importó que la roca fuera dura y fría, ella tendría ternura y calidez por ambos hasta que él despertara. Tampoco sintió las magulladuras en sus rodillas; dio lo mismo, pues llevaba pantalones gruesos.

Así pasaron los años, y la princesa adoraba a su dormido príncipe de piedra. Pese a que no era cómodo dormir con el en las frías y largas noches de invierno, y que añoraba el abrigo de una abrazo humano, de un beso tibio y de una risa compartida. A diario pensaba en lo increíblemente feliz que serían juntos, cuando él despertara y la viera con sus ojos de humano y no de piedra; entonces, él la tomaría en sus brazos y no existiría otra, pues nadie más dio tantos cuidados a una piedra en la historia de la creación, como ella misma...

Pero con el tiempo la princesa se enfermó de melancolía por el exceso de frío. Entendía que amaba a una piedra, y sin embargo seguía buscando el modo de despertar a ese príncipe dormido que ella había visto dentro del granito y la caliza.

Le gritó a la piedra hasta quedar sin voz. Y lloró mares de sal, esperando enternecer la dura roca.

Pasaron años en docena. Aparecieron canas y arrugas en la tersa piel de la mujer corta de vista. La princesa, cansada, triste y sobre todo derrotada por su propia porfía, devolvió sus pasos hacia el viejo río, y abandonó la piedra en su orilla.

Es que claro, las piedras no solo son frías, sino que además no sienten. No porque no quieran, sino porque no está en su esencia...