Tomo una Polaroid sin tiempo
para vivirte eternidades en un parpadeo,
donde pueda sonreír como ahora,
sin motivo alguno salvo el puro gusto.
Me bebo esta fotografía
para guardarte y hallarte siempre,
más allá de los relojes y la certeza de la muerte,
después de los adioses, y antes del buenos días.
De la mano de la seda y el nácar,
del marfil y la plata,
del fluir de río de tus venas,
me detiene el silencio seductor y simple
de contemplar tu esencia
a través del tacto.
Se me queda la Madre Tierra entre tus ojos:
verde, y amarilla, y café, y dorada...
Me encandila inventar continentes nuevos
en cada tris diamantino
del eclipse mutuo.
Le ofreces a mi mano tus latidos quedos,
y me entregas las llaves
de la sala blanca y tibia
que aguarda tímida
en el centro de tu pecho.
Descubro que el tabaco, la madera
y el café del primer beso
disfrazaban el aroma de tu alma limpia,
bullante de miel y menta.
Entiendo que ese espacio
es el refugio de ti mismo,
y te siento desnudo aun con ropa:
por fin me dejas verte,
e inmortalizo el instante
antes que corras a vestirte…
Me estremezco en el abrazo inmóvil y fundido,
donde no queda tiempo,
donde nos sobra
espacio.
Con mi Polaroid aun fresca en la mano,
te miro y me sonrío nuevamente,
así...
de puro gusto.