Huelo las huellas cansadas
en el velo sutil del brillo en tu pupila,
invocando el auxilio de Asclepio
para destilar los surcos sutiles de tu frente mía.
Busco vivir una era de tus sienes de plata;
me inunda y me explota el pecho encabritado,
púber, sorprendido, jubiloso,
como si tuviera esos ocho años
que me descubres a veces.
Te contemplo con los ojos cerrados,
entregado a mi devoción animal
como si fueras un soberano gato egipcio.
Y me expando mineral y botánica
como enredadera por
tus hombros,
entrelazándome en tus poros
llena de paciente urgencia.
Y quisiera fijar esta tibieza vegetal en cada espacio,
buscando traspasar la carne fresca de tu pecho abierto:
con la sed guardada de todos los desiertos,
me bebo de un sorbo
tu respiración dulce
para sobrevivir este jadeo agonizante.
La sangre grita y se alborota, gime, se arrebata,
pues tirita mi boca al oir que es “perfectamente pequeña”;
tu espalda de satín blanco sella mis dedos imantados a tu
tacto…
sometidos, devotos, rendidos, temblorosos.
Estampida profana y sublime que se graba,
que conquista y que gobierna,
mezcla perfecta de ángel y demonio:
me quedo atrapada en el sueño exorcizado
del rincón escondido entre tu sonrisa y la mía.